revolución silenciosa

Empieza en Madrid.

De pronto, sin motivo aparente, de todos los portales empieza a salir la gente a la calle. Sus rostros son serenos, aunque sus ojos muestran odio. Nadie habla, nadie hace el más mínimo gesto. Ni siquiera se saludan unos a otros. Parecieran ignorarse. Sin embargo, como si fuesen un ingenio perfectamente programado, caminan con paso firme en la misma dirección. Ocurre en todos los barrios, en todas las calles.

Los vehículos se detienen. Se apagan los motores. Los conductores y sus acompañantes se apean. Tampoco ellos hablan. Rostros inexpresivos. Miradas de odio, o de decepción, o de cansancio. En cualquier caso, miradas de rechazo. Nadie se detiene a cerrar los vehículos. Hoy nadie robará a nadie. Hoy no.
También ellos se unen a la riada de gente que camina por las calles. Se dirigen a la Puerta del Sol.

Pero no todos. La fuente de Neptuno se ve ensombrecida al ser rodeada por miles de personas caminando, como un ejército de robots. En la Carrera de San Jerónimo confluyen varias mareas humanas. Sólo se oye el siniestro sonido producido por las pisadas.

La puerta del Sol es ya invisible desde el aire. Sólo se distinguen cabezas. Los comerciantes, en silencio, salen de sus establecimientos y se confunden entre la multitud. Sus comercios abiertos; pero hoy no habrá robos. Hoy no.

La escena se repite en todas las ciudades de España. En todas a la misma hora. En todas la misma secuencia: millones de personas caminando a un punto concreto, en silencio, sin gesticular, sin expresar. Sólo silencio. Hombres, mujeres, niños, ancianos…

En Madrid algo rompe esa igualdad. Es un grupo pequeño, de unos 400 hombres y mujeres de todas las edades. Entran en el Congreso. Al mismo paso, en el mismo silencio. Los guardias que custodian el edificio ni se inmutan. Siguen con la mirada perdida en el infinito. Uniforme impoluto. Metralleta pegada al cuerpo. No se mueven. No reaccionan. Sin embargo, hay algo diferente en sus miradas. Es algo extraño. Una mezcla de odio y esperanza.

En puntos distantes de la capital, en cambio, el ambiente es bien distinto. Ambiente de despacho, que no llega a la calle.  Nervios, gritos, carreras de un lado a otro de los despachos. Se intercambian llamadas. Hay órdenes que van de un punto a otro. Se respira miedo.

El silencio de la ciudad se ve roto por el aullar de unas sirenas. Varios furgones de la policía intentan salir a la calle. Varios policias en su interior. Pero no pueden. Las calles están colapsadas por vehículos detenidos enmedio.

Abajo. Vamos caminando.- La orden del mando es más una frase simple. No suena impetuosa. Ni siquiera es una orden.

Los policías se apean y se colocan en formación. Lo hacen con tranquilidad, pausadamente. Son cientos. Comienzan su marcha. Caminando. En silencio. Los cascos sujetos al cinturón, las defensas enfundadas. Sin guantes, sin escudos. Las manos limpias y desnudas, los rostros descubiertos, las miradas perdidas.

En su caminar se cruzan con otra formación de guardias civiles que se dirigen al Congreso de los Diputados. Igual que ellos, cascos a la cadera. Sólo una pistola en su funda. No hay más armas, no hay escudos. Las manos limpias y desnudas, los rostros descubiertos, las miradas perdidas.

En el Congreso hay un murmullo ensordecedor. Los diputados hablan entre ellos, con asombro, ante la irrupción del grupo de ciudadanos en el hemiciclo. Sus caras reflejan una mezcla de incredulidad y de miedo. ¿Cómo han entrado?, ¿qué quieren?. Muchas preguntas, muchos recuerdos. Miedo.

Los ciudadanos se van colocando en las bancadas, desplazando, sin más acción que la mirada, a los diputados que, asombrados, no aciertan más que a mirarlos de pié, con incredulidad. Alguno aún es capaz de soltar un «pero oiga…«.

La policía llega a la Puerta del Sol, pero nadie se sorprende. La marabunta de personas sigue inmóvil. En silencio. En ese momento, como si alguien hubiese accionado un interruptor, todos, policías, ciudadanos, comerciantes… todos se sientan en el suelo. Parece una coreografía mil veces ensayada. Policías que son funcionarios, funcionarios que son ciudadanos, comerciantes que son ciudadanos, ciudadanos que son españoles.

La coreografía es la misma en todo el país. España se sienta.

Los guardias civiles han llegado al Congreso. Se detienen, se miran, y se sientan en el suelo, todos a una. Sin órdenes por medio. En silencio.

Dentro, en el hemiciclo, el Presidente intenta, en un gesto de león herido, imponerse a la situación. Pero apenas puede gritar un «oigan...» porque es inmediatamente desplazado de su asiento por un grupo de personas. Sin violencia, sin hablar, sólo se han impuesto avanzando, caminando con paso firme.

– Me llamo Pepe. Los GAL sí existieron.

Uno de los ciudadanos ha roto su silencio ante el micrófono. Todos lo miran, pero sólo los diputados muestran sorpresa. Los ciudadanos no. Siguen impasibles.

Desciende las escaleras mientras una mujer se sitúa ante el micrófono del Presidente.

– Me llamo María. España no va bien.

También ella desciende. Otro la sustituye.

– Me llamo Manuel. No hay brotes verdes.

– Me llamo Ana. Sólo austeridad no es la solución.

Las intervenciones son continuadas. Parecen estar perfectamente medidas en el tiempo y en las formas. No hay violencia, no hay malos modos, no hay discusión, no hay colores ni banderas, no hay vendas, ni mordazas. Hay realidad.

Una revolución silenciosa.

Un mundo imaginario.

 

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