Dicen que para que todos digan lo buena persona que eres, tienes que morirte. Ese día todo son alabanzas.

Es costumbre valorar la relevancia, o el buenismo de un finado por la cantidad de personas que van a su entierro.

Mi valoración pues, no cuenta. Por unas circunstancias privadas y muy personales de mi infancia, yo nunca voy al entierro de nadie. Tampoco cambio mi criterio sobre una persona en función de si está viva o si acaba de fallecer. Para mí el que es hijoputa, lo es vivo o muerto, así que en este sentido desde luego no soy hipócrita.

Sin embargo, hoy el corazón me pide retomar este abandonado blog para dedicar unas sinceras palabras a una persona que, para mí, fue un ejemplo de bondad, sencillez y humildad. Hoy nos ha dejado, y siento un gran pesar por ello.

Me abrió las puertas de su pueblo, confiando en mi saber hacer, en mi profesionalidad, dejándome trabajar con toda la libertad posible, con sugerencias, con propuestas, pero receptivo a mis opiniones y respuestas. Y me siento tan orgulloso como agradecido de haber podido trabajar en su casa, con sus vecinos, permitiéndome descubrir una localidad que desnococía y de la cual, desde estonces, me siento defensor, me siento -modestamente- parte integrante, porque en ella he forjado amistades y a ella acudo cada vez que necesito contacto con la naturaleza para despejar mi mente. Un pueblo al que he pretendido devolver esa confianza con gratitud a través de una novela.

Recuerdo perfectamente, palabra por palabra, aquella reunión a la que me citó. «Víctor, ¿podes vir agora hasta aquí, que o alcalde ten que falar contigo?» Acudí acojonado a la llamada, pensando de camino qué podía haber hecho, en qué podía haberme equivocado o en qué podía haber metido la pata. Al llegar, me pasó a su despacho, donde me esperaba acompañado de un tipo enorme. Tragué saliva deseando salir de dudas. Dejaba su cargo. Quería presentarme al nuevo candidato, a la persona en la que delegaba la responsabilidad. Pero lo más importante, lo que me marcó e hizo que me costara aguantar la lágrima, fueron las palabras que me dedicó, con las que me agradecía los servicios que había prestado a su ayuntamiento.
No tenía porqué hacerlo; al fin y al cabo, era mi trabajo y yo cobraba por ello. Pero así era él. Humilde, entrañable. Nunca olvidaré aquello porque sus elogios y palabras fueron muy emocionantes para mí.

Recuerdo aquella anécdota que me contó, que describía muy bien su personalidad. Aquella de cuando se compró un traje en Coruña, aprovechando una de sus tantas visitas a la Diputación para hacer gestiones, porque en un comercio de Ferrol no se lo habían querido vender. «Creo que aquí no tenemos trajes para usted», le habían dicho con retintín en ese comercio casposo y rancio de ese Ferrol que, afortunadamente, poco a poco, va cambiando.

Así era Luco, Geluco o Angel, como le llamábamos, como lo conocían sus vecinos. Aquellos para los que no tenía horario, porque siempre estaba disponible para ellos, cualquier día y a cualquier hora. Es lo que tiene ser un alcalde cercano en un pequeño pueblo rural. Seguramente no era perfecto, porque ninguno lo somos, pero yo nunca le ví nada negativo, y conmigo siempre se portó como una excelente persona.

Por eso le dedico estas palabras. Es una putada que nos deje, porque se va uno de los buenos… y son muy pocos.

Que tengas la paz que mereces Sr. Alcalde.

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